Dicen que a los hombres les gusta sentirse dueños y a las mujeres, deseadas. En el caso nuestro debo reafirmarlo: por supuesto que claro que sí. Y es que eso significa poder. Si no pensemos en aquella ocasión en la que te acicalas con esa crema especial de almendras, te pones ese vestido que te hace ver regia, y te maquillas como para recibir un Oscar. El efecto: la cara de huevón, lo repito: HUEVÓN, que pone tu pareja cuando te ve bajar las escaleras, sí, las escaleras, esas escaleras… las de tu casa, las mismas que siempre están presentes en todos los quinceañeros, fiestas de graduación, películas taquilleras y series románticas. Simplemente son el perfecto escenario de nuestra aparición triunfal que hace que el resto de la noche tengas a tu víctima bajo un efecto, digamos, hasta cierto punto idiotizante, el individuo se la pasa nervioso, a nuestro servicio, pero feliz y orgulloso de “ser dueño” de la chica que tiene al lado, sí claro, “dueño”, dejémoslo creer eso.
Pero… ¿dónde empieza todo esto? ¿desde cuándo nosotras aprendemos a manejar este arte? Mejor dicho, ¿desde cuándo nos damos cuenta de que tenemos este poder? ¿Quiénes nos lo hacen notar? ja, ¡ustedes pues muchachos!
La primera vez que sentí sobre mí, una de esas “miradas”, tenia puesto nada más y nada menos que mi buzo azul del colegio (ajá, ese de delgadas líneas blancas a los costados, que me quedaba descuajeringado y me arrastraba), me había hecho una cola con el cabello, obviamente no tenia maquillaje porque estaba camino a clases, llevaba mis zapatillas viejas y una mochila al hombro. Al otro lado de la calle, apareció un tipo. Parece que iba al trabajo porque tenía camisa y corbata. El sujeto no dejaba de observarme desde el otro extremo de la acera, su mirada me pesó porque, como pocas veces, la pude sentir; y yo, creyendo que me conocía de algún lugar, también lo miré. Su gesto era placentero pero sospechoso, tenía los parpados bajos pero con las pupilas fijas en mí. Al pasar a mi lado, se mordió ligeramente los labios, se inclinó y murmuró: "Qué rica estás, mi amor". Asustada me hice a un lado como esquivando una piedra, el tipo siguió caminando, sin embargo yo me detuve en medio de la vereda viendo como, feliz, se alejaba. Me examiné de pies a cabeza, "¿Estoy rica?", me crucé de brazos, confieso que sentí desazón... y vergüenza. Llegando a mi aula, conté abochornada a mis compañeras lo sucedido. Todas me escucharon con indiferencia y se limitaron a decir: "Sí, pues”. Escandalizada pensé: ¡¡Cómo!! Quiere decir que además de ajustarnos con formadores y soportar cólicos, ¿¿teníamos que lidiar con este tipo de acosos?? Y yo que pensaba que solo aquellas chicas demasiado lindas sufrían esos avatares como pago a la belleza natural con la que habían sido premiadas... Yo no era fea pero tampoco la más bonita, y sin embargo también me tocó ser comparada con una cerveza.
Este fue el comienzo de un hecho casi cotidiano, no importaba si estaba en el revoltoso centro de Lima o en el barrio más tranquilo y exclusivo de la ciudad, tampoco si yo usaba prendas escotadas o no. Siempre habría algún individuo que no sabría controlar sus ojos, sus palabras o incluso sus manos (terrible pero cierto). No me ha quedado desde entonces la indiferencia y si es justo, la respectiva cachetada. Pero para aquellos otros que saben manejar sus sentidos, que incautamente caen bajo nuestros encantos, y nos tratan con la delicadeza del caso, tienen bien merecido un beso y algo más…
Pero… ¿dónde empieza todo esto? ¿desde cuándo nosotras aprendemos a manejar este arte? Mejor dicho, ¿desde cuándo nos damos cuenta de que tenemos este poder? ¿Quiénes nos lo hacen notar? ja, ¡ustedes pues muchachos!
La primera vez que sentí sobre mí, una de esas “miradas”, tenia puesto nada más y nada menos que mi buzo azul del colegio (ajá, ese de delgadas líneas blancas a los costados, que me quedaba descuajeringado y me arrastraba), me había hecho una cola con el cabello, obviamente no tenia maquillaje porque estaba camino a clases, llevaba mis zapatillas viejas y una mochila al hombro. Al otro lado de la calle, apareció un tipo. Parece que iba al trabajo porque tenía camisa y corbata. El sujeto no dejaba de observarme desde el otro extremo de la acera, su mirada me pesó porque, como pocas veces, la pude sentir; y yo, creyendo que me conocía de algún lugar, también lo miré. Su gesto era placentero pero sospechoso, tenía los parpados bajos pero con las pupilas fijas en mí. Al pasar a mi lado, se mordió ligeramente los labios, se inclinó y murmuró: "Qué rica estás, mi amor". Asustada me hice a un lado como esquivando una piedra, el tipo siguió caminando, sin embargo yo me detuve en medio de la vereda viendo como, feliz, se alejaba. Me examiné de pies a cabeza, "¿Estoy rica?", me crucé de brazos, confieso que sentí desazón... y vergüenza. Llegando a mi aula, conté abochornada a mis compañeras lo sucedido. Todas me escucharon con indiferencia y se limitaron a decir: "Sí, pues”. Escandalizada pensé: ¡¡Cómo!! Quiere decir que además de ajustarnos con formadores y soportar cólicos, ¿¿teníamos que lidiar con este tipo de acosos?? Y yo que pensaba que solo aquellas chicas demasiado lindas sufrían esos avatares como pago a la belleza natural con la que habían sido premiadas... Yo no era fea pero tampoco la más bonita, y sin embargo también me tocó ser comparada con una cerveza.
Este fue el comienzo de un hecho casi cotidiano, no importaba si estaba en el revoltoso centro de Lima o en el barrio más tranquilo y exclusivo de la ciudad, tampoco si yo usaba prendas escotadas o no. Siempre habría algún individuo que no sabría controlar sus ojos, sus palabras o incluso sus manos (terrible pero cierto). No me ha quedado desde entonces la indiferencia y si es justo, la respectiva cachetada. Pero para aquellos otros que saben manejar sus sentidos, que incautamente caen bajo nuestros encantos, y nos tratan con la delicadeza del caso, tienen bien merecido un beso y algo más…
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