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Marilia Navegando

martes, 2 de octubre de 2007

Ciertamente... también mi padre


Hace una semana fui al concierto de Juan Luis Guerra, el cual es un tío talentosísimo, claro que decir “concierto de Juan Luis Guerra”, es figurado porque en realidad fue un espectáculo compartido con varios artistas, pero igual la pasé muy bien justamente porque cada uno se dedicó a cantar los dos únicos hits que tenían y no tuve que hacer la finta de mover mis labios en silencio tratando se seguir la letra de temas que no conocía. ¿Que cómo llegué al evento? Gracias a la generosidad de mi papá que como buen fanático del cantante dominicano, fue el primero en comprar sus entradas, invitándo a mi hermana, a mi prima y a quien les escribe.

A pesar de que las entradas no eran numeradas, pudimos conseguir unos asientos cómodos y con buena visión. El detalle fue cuando estábamos subiendo las gradas para alcanzar los sitios. Ví con un poco de sorpresa cómo mi padre caminaba entre las sillas despacito y con un cuidado algo exagerado para mi gusto, como si estuviera tratando de no hacer ruido. Creo que unos diez años antes, yo habría seguido a paso apresurado y juguetón para procurar que no nos ganaran el espacio, Campanita revoloteando alrededor de Peter Pan, feliz chiquilla, porque papá me alcanzaría enseguida, pero esta vez mis instintos me llevaron a hacer algo diferente. Me detuve a esperarlo y lo ayudé.

Y ya que me encuentro en situación relativamente “hueving”, días después fui la hija llamada a acompañar a mi progenitor a hacerse unos exámenes previos a una eventual operación a la vesícula (es una intervención sencilla, me dijo mi amor platónico, un amigo médico, se recuperan en pocos días), cuando me enteré del diagnóstico que le indicó una piedra en el dichoso órgano no pude evitar asumir una actitud de alarma y de clásica requintada de madre, fue algo así como... entonces, ¿cuándo te operas?, ¡eso te pasa por andar comiendo en la calle!, ¿y cuándo te hacen la endoscopia? ¿que piensas ir solo a la clínica?, ¡ah no, no! yo voy contigo, papá, ¿a qué hora te busco? ¡que voy a ir contigo te he dicho!, y ¿qué te han recetado hasta el día de la operación? ¿ya estas tomando las pastillas, no? ¿por qué te estás riendo? a mí no me causa gracia papá, te van a abrir... Fueron dos horas aburridísimas que pasé esperando en la clínica si nada más que hacer que mirar un televisor que sólo podía sintonizar un partido de fútbol local. Mientras mi mente divagaba hilvanando canciones de moda, vi a un hombre algo calvo y encorvado salir cuidadosamente de una de las oficinas con un sobre en las manos y con una plácida sonrisa en los labios, se acercó y me dijo: los resultados dicen que no hay nada de qué preocuparse, que me pueden operar sin problemas. Pero yo sí me preocupé: por unos segundos no había podido reconocer a mi padre.

Mientras caminábamos hacia el estacionamiento, tomé a mi padre del brazo, como queriendo bailar con él ese tema de Café Tacuba, “Ingrata”, y de sólo pensarlo sonreí imaginando la situación. Subimos al auto, me senté a su lado y vinieron a mi cabeza detalles cotidianos de nuestra vida, que ahora al recordarlos se volvían dulces. Giré hacia el sitio trasero y de pronto ahí estaba aquella vieja escena de él acomodándome detrás para tenerme más segura en un eventual accidente; durante el trayecto observé un calendario que tenía en la guantera y caí en cuenta de que era viernes, de niña cómo esperaba con ansias el fin de semana porque mi papá me daría la propina prometida. Me dio un poco de sueño así es que mientras miraba y su perfil aguileño (que para mi mala suerte yo heredé, claro que menos pronunciado) dejé caer mi cabeza hacia atrás y cerré mis ojos. Fue exactamente lo mismo que me sucedía varios años atrás cuando él volvía del trabajo estando yo ya dormida y me despertaba, sin querer, con delicadas caricias sobre mi cabello haciéndome encontrar su figura entre sueños.

No sé cuántas veces lo convencí de comprarme la Barbie de moda, tampoco las innumerables preguntas que me hacía sobre dónde, cómo, cuándo, por qué, con quién y a que hora sería el quinceañero al que iría, para decirme luego: ese vestido está muy escotado. Pero sí recuerdo cuando él regresaba de un mal día en la oficina y nos arruinaba las cena con sus comentarios disgustados, puedo hasta mencionar las veces que me felicitó orgulloso por haber sacado una buena nota, y las otras que me resondró porque me porté mal. Y también recuerdo la vez en la que yo estaba llorando por una infección al oído y él tuvo que salir a las tres de la madrugada a comprar el medicamento del caso, y del mismo modo la vez que me dijo que no teníamos dinero para matricularme en el inglés y luego lo descubrí con una nueva cámara digital; y es que ningún padre es perfecto, o debería decir que, justamente son perfectos porque tienen desaciertos que nos enseñan a perdonar.

Es curioso, cómo, pasados los años, las relaciones entre las personas van cambiando, los roles se van transformando... he dejado de a pocos esa sumisión y dependencia infantil, pareciera que tengo más autoridad y madurez para contradecirlo. Sin embargo, no puedo negar que me siento confundida cuando veo singular la actitud de engreimiento y complacencia que asume mi papá cuando lo regañamos. Se limita a sonreír tranquilamente y a bromear. Pareciera que es la recompensa de atención que estaba esperando de nosotras desde hacía años.

Como dijo Antoine de Saint-Exúpery, quizá me haya vuelto un adulto, de alguna manera he envejecido... y lo que me da cierta pena admitir es que -ciertamente- también mi padre.

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