Yo no me iba a llamar Marilia, mi nombre iba a ser Mario.
Sí, como lo acaban de leer.
Mi madre nunca quiso hacerse una ecografía y yo pateaba tanto su útero que mi orgulloso papá juraba que yo sería el Mesías que llevaría a la patética selección peruana de fútbol al mundial. Incluso mi abuela viajo desde el norte para conocer a Mario Leonardo, el hermanito con el que mi joven familia formaría la parejita junto a su primogénita de tres años…
pero como ya ustedes se habrán dado cuenta: el fútbol peruano no ha vuelto a pasar las eliminatorias mundialistas y mi nombre no es Mario. En consecuencia a mi familia sólo le quedó fotografiarme dejando como prueba de su errónea predicción un sinnúmero de imágenes mías vestida con roponcitos celestes.
Cuando llegó mi niñez, y mi cabello lacio empezó a acariciar mis hombros, inicié una serie de ocultos ensayos frente al espejo: yo caminaba por la calle distraída, aquel niño de la catequésis que tanto me gustaba me llamaba y yo volteaba en cámara lenta con aquel giro a lo Winnie Cooper… otra vez, otra y luego otra, “Llego la jardineraaaaa”, en cinco minutos mi madre hacía que yo quedara convertida en uno de los Beatles, y no me refiero a aquel look de cabello largo alborotado sino más bien al de cabeza de casco. “Y para que se te vea mucho más linda… un ganchito acá!!” decía mamá, “Para que no me vea como el niño perdido de Marco, dirás” pensaba yo derrotada mientras miraba mi nuevo reflejo.
“Buenos días joven, venimos a compartir con usted la palabra de Dios”… yo suspiraba y abría un poco más la puerta, “Ah perdón señorita…”. Supongo que mi figura escuálida me daba un aspecto algo andrógino pero eso desapareció ni bien las hormonas femeninas empezaron a fluir mucho más en mi adolescencia. Terminé convirtiéndome en un reloj de arena por lo que era imposible confundirme, sin embargo, veía con impotencia cómo las integrantes de mi aquelarre abandonaban la mancha por andar de paseo con su nuevo novio y yo, yo ya tenía 16 años y nadie se fijaba en mí!!!! Le gritaba a Ignacio, o es demasiado gordo, o demasiado flaco, o muy chato o muy alto, o con acné o con poses de pendejo!!!
Hasta que en el quinceañero de una desconocida, ajam, me colaba en los quinceañeros, “Oye, Ignacio quiere contigo uhuuhuhhh, ahí está ya te vió!!”. ¿Quien, mi mejor amigo? ¿El que me lleva siempre de regreso a casa? ¿El que pasa horas conversando en mi escalera? ¿El que se confabula conmigo para burlarnos de los demás? ¿El que escucha todas mis quejas sobre aquel chico que me quiso chapar en el último tono? Humm… no, no creo. La poderosa luz de un reflector cayo sobre mi perfil, Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa, como la hierba a que bajó el rocío, “¡muévanse que por acá va a salir la quinceañera!”, me hice a un lado aún confundida por el inicio del evento, pero el grueso rayo seguía cegándome, Es noche y baja a la hierba el rocío; mírame largo y habla con ternura, “¡Oye chiquita, por aquí!” dijo Ignacio protegiéndome. Yo ya había sido liberada del inmutable disparo de luz pero no podía evitar seguir desconcertada, “Esta bonito el vestido eh, te ves bien”, yo sonreí sin mirarlo con la mano aún sobre mi frente, ahora me ofuscaba otro fulgor mucho más intenso, “Na’ me queda feo, un poco grande, es que es de mi hermana”, Tengo vergüenza de mi boca triste, de mi voz rota y mis rodillas rudas, la gente empezó a irrumpir en la pista de baile como las hormigas que invaden los platos de mi cocina, “¿Vamos?” dijo amable y me tomó de la mano como otras tantas veces lo había hecho, pero con la diferencia de que esta vez noté la especial suavidad con la que me conducía entre tantas parejas alborotadas por la canción de moda, Yo callaré para que no conozcan, mi dicha los que pasan por el llano, sin escuchar la música empecé a moverme y bendije silenciosamente a mi maestra de Literatura por haberme alcanzado aquel poema de Gabriela Mistral llamado “Vergüenza”...
Sí, como lo acaban de leer.
Mi madre nunca quiso hacerse una ecografía y yo pateaba tanto su útero que mi orgulloso papá juraba que yo sería el Mesías que llevaría a la patética selección peruana de fútbol al mundial. Incluso mi abuela viajo desde el norte para conocer a Mario Leonardo, el hermanito con el que mi joven familia formaría la parejita junto a su primogénita de tres años…
pero como ya ustedes se habrán dado cuenta: el fútbol peruano no ha vuelto a pasar las eliminatorias mundialistas y mi nombre no es Mario. En consecuencia a mi familia sólo le quedó fotografiarme dejando como prueba de su errónea predicción un sinnúmero de imágenes mías vestida con roponcitos celestes.
Cuando llegó mi niñez, y mi cabello lacio empezó a acariciar mis hombros, inicié una serie de ocultos ensayos frente al espejo: yo caminaba por la calle distraída, aquel niño de la catequésis que tanto me gustaba me llamaba y yo volteaba en cámara lenta con aquel giro a lo Winnie Cooper… otra vez, otra y luego otra, “Llego la jardineraaaaa”, en cinco minutos mi madre hacía que yo quedara convertida en uno de los Beatles, y no me refiero a aquel look de cabello largo alborotado sino más bien al de cabeza de casco. “Y para que se te vea mucho más linda… un ganchito acá!!” decía mamá, “Para que no me vea como el niño perdido de Marco, dirás” pensaba yo derrotada mientras miraba mi nuevo reflejo.
“Buenos días joven, venimos a compartir con usted la palabra de Dios”… yo suspiraba y abría un poco más la puerta, “Ah perdón señorita…”. Supongo que mi figura escuálida me daba un aspecto algo andrógino pero eso desapareció ni bien las hormonas femeninas empezaron a fluir mucho más en mi adolescencia. Terminé convirtiéndome en un reloj de arena por lo que era imposible confundirme, sin embargo, veía con impotencia cómo las integrantes de mi aquelarre abandonaban la mancha por andar de paseo con su nuevo novio y yo, yo ya tenía 16 años y nadie se fijaba en mí!!!! Le gritaba a Ignacio, o es demasiado gordo, o demasiado flaco, o muy chato o muy alto, o con acné o con poses de pendejo!!!
Hasta que en el quinceañero de una desconocida, ajam, me colaba en los quinceañeros, “Oye, Ignacio quiere contigo uhuuhuhhh, ahí está ya te vió!!”. ¿Quien, mi mejor amigo? ¿El que me lleva siempre de regreso a casa? ¿El que pasa horas conversando en mi escalera? ¿El que se confabula conmigo para burlarnos de los demás? ¿El que escucha todas mis quejas sobre aquel chico que me quiso chapar en el último tono? Humm… no, no creo. La poderosa luz de un reflector cayo sobre mi perfil, Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa, como la hierba a que bajó el rocío, “¡muévanse que por acá va a salir la quinceañera!”, me hice a un lado aún confundida por el inicio del evento, pero el grueso rayo seguía cegándome, Es noche y baja a la hierba el rocío; mírame largo y habla con ternura, “¡Oye chiquita, por aquí!” dijo Ignacio protegiéndome. Yo ya había sido liberada del inmutable disparo de luz pero no podía evitar seguir desconcertada, “Esta bonito el vestido eh, te ves bien”, yo sonreí sin mirarlo con la mano aún sobre mi frente, ahora me ofuscaba otro fulgor mucho más intenso, “Na’ me queda feo, un poco grande, es que es de mi hermana”, Tengo vergüenza de mi boca triste, de mi voz rota y mis rodillas rudas, la gente empezó a irrumpir en la pista de baile como las hormigas que invaden los platos de mi cocina, “¿Vamos?” dijo amable y me tomó de la mano como otras tantas veces lo había hecho, pero con la diferencia de que esta vez noté la especial suavidad con la que me conducía entre tantas parejas alborotadas por la canción de moda, Yo callaré para que no conozcan, mi dicha los que pasan por el llano, sin escuchar la música empecé a moverme y bendije silenciosamente a mi maestra de Literatura por haberme alcanzado aquel poema de Gabriela Mistral llamado “Vergüenza”...